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tes perdían su rigidez agresiva ante la gracia de tantas flores. A un paso el río, donde recibiera como caballero de su propia cruz, el espaldarazo del gran combate, le recordaba a Juan. Sentía en sus murmullos alegrías pasadas. La corriente se echaba en el lago de la amargura, y, según el historiador judío, transparentaba el espectro de las ciudades malditas, He ahí el símbolo de su dolor: agua divina en su cuna, encenagada después con los crímenes del hombre... Pero el Jordán, perdiendo en la enorme copa, su dulzura, traía también rumores de Galilea. Jesús, remontando su curso, veía, en un efecto de ilusión, el otro lago. Sus mañanas de sol y sus noches de luna, le hablaban de fecundas meditaciones y de amables pláticas, La Naturaleza sonreía como su mente. El agua infundía más encanto al paisaje, en vez de añadir, como en el Asfaltites, más fuerza a la sombría montaña. El le había dejado parte dé su espíritu. Su suave voz había preparado allí la borrasca purificadora del mundo. Aquel lago tenía la forma del Kinnor, y por eso al principio se le llamó de Kinnereth, es decir, lago de la lira: nombre que pudo ser profético, pues el cielo, en su cristal, resultó para siempre un

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