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Jericó significa ciudad de los olores suaves, y ocupa el centro de un verdadero oasis. Si hemos de oír a los habitantes, el tronco de una viña de cuarenta años puede llegar en este clima a una circunferencia de dos metros treintá centímetros. En tiempos de Josué se la llamaba villa de las palmeras: en el collado que hoy forman los pseudos despojos de las murallas cananeas no crece ni una sola.

Cuando las predicaciones de Jesús se cultivaba el azafrán, el arroz, el índigo, el lino y la caña de azúcar. El oasis simulaba una isla tropical en medio de montañas agrias y de llanos arenosos. Semejante a emblema de la ciudad, crecía en todas partes la flor saludada en el Eclesiastes: «Me elevé como la palma de Cades, y como el rosal de Jericó». El entusiasmo de Josefo por su bálsamo, no era sino el eco escrito de su celebridad en el mundo.

El Maestro, en sus últimos meses, olvidaba aquí, sus horas de tribulación. Los altos baluar-