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llega el murmullo de un torrente. Es el Carith. Nos habla de Elías. Allí se refugió el profeta después de anunciar a Achab una sequía abso- luta, hasta de rocío. Los cuervos le trajeron ali- mentos. Luego se secaron las aguas y marchó a Sarepta. Mirando el paisaje, se comprende la soberbia rudeza del hombre, modelado como aquellas rocas. Desafía a los profetas de Baal, preside la edificación del holocausto, y grita : demandad a vuestro Dios el fuego. Responde el silencio y él da la orden. El rayo del cielo en- ciende la pirámide : el rey y el pueblo, proster- nándose, oran. Los idólatras son pasados a cu- chillo. La sequía cesa. La lluvia cae. Jezabel, irritada, ante la hecatombe de sus sacerdotes, pretende matar al gigante, que marcha cuaren- ta noches camino del desierto. Oye una voz : «Unge a Hazael por rey de Siria, a Jehú por rey de Israel, y a Eliseo por sucesor tuyo». Des- anda la ruta, cumple las órdenes, y se trae al nuevo profeta. Su imanto toca el Jordán, y el río se abre : un carro igneo, con corceles de fue- go, arrebata a Elías en un torbellino de oro... De la visión de esas imágenes grandiosas, no queda hoy sino el torrente en el abismo. Sobre una inmensa roca amarilla se eleva un conven-