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ásperas que el hombre no huella. Bandadas de cuervos, inmensos como águilas, se cernían sobre los abismos. No halló en las pendientes el encanto de una flor graciosa, ni en los aires el vuelo de un pájaro radiante. El monte Adomnin dominaba el límite de la tribu de Benjamín y Judá. No era un símbolo de alianza : separaba a los hombres con una visión de guerra. Recogía chispas de sol, para volverlas purpúreas : en las rocas brillaban carmines ennegracidos ; las crestas cenicienteas, aún rojas, conservaban fuego devorador ; y entre las quebraduras de las laderas corrían arroyos escarlatas, buscando la profundidad tenebrosa. Así, la sangre, petrificada o con evaporación de gloria, esculpía y animaba el monte, trágico altar del odio, venerado por la muerte. Y entonces, como hoy, la ruta torcía. Vedla, se bifurca ante un enorme anfiteagro, cuyos abismos de la base se unen a las monstruosas talladuras de las cimas : talladuras que se antojan de apagados volcanes, mientras hoyas de lagos secos parecen tener vestigios de aguas nacarads. Espeluncas cenicientas, cauces de lechosos torrentes, arabescos de alba tiza, todo sugiere una existencia que dejó a su sepulcro el recuerdo de mil blancuras. Como