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san. Llevan túnicas de múltiples pliegues, y en la cabeza un odre, que el movimiento ennoblece. Han heredado la gracia negligente y elegante de lejanas abuelas, y el agua de sus barros lustraros, más que para los labios del cuerpo se antoja para los sueños del alma. Caminamos siempre. Se diseñan dos fuentes, y nuevas mujeres, que charlan, colman sus odres. El rumor de sus acentos se mezcla al de la suave linfa en que canta un versículo del Exodo: «En aquellos días llegaron los hijos de Israel a Elim, donde había doce fuentes y setenta palmeras, y acamparon allí, junto a las aguas".

Nos detenemos. Las imágenes se enlazan y las reminiscencias se buscan; la brisa juega entre las plantas, hace chispear las hojas y toca las cuerdas del espíritu, tendidas como las de un arpa. Los animales, que cruzan, sirviendo para los usos de la vida, no pueden ir, ni en idea, a los lugares sagrados de los sacrificios antiguos. Pero pensamos en ellos. Oímos al Cirene, de la geórgica virgiliana, aconseja a su hijo: "En los cuatro altares de las Diosas, inmola cuatro becerras de la cumbre del Licio, de cerviz no usada por el yugo. Ofrécelas a las sombras de Orfeo y de Eurídice; por su virtud,