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vales, y sus azoteas, tendidas sobre muros de cal blanca, arcos azules y lienzos rojizos. En las rutas duermen mendigos, de cara al sol: guardan netre las manos sus báculos de caminantes. Otros, en rigidez profunda, mueven los labios, y rezan sin pedir limosna. Parecen los budas de la indigencia en la dirección de una selva sagrada. Los cubren andrajos coloreados, y por los agujeros de los turbantes escapan sus mechas terrosas. Bajo el brillo de palmeras, naranjos y catos, dan la sensación de adherirse al suelo, no a semejanza de los árboles sino como las piedras. Así, sus colores se marchitan, sus pingajos caen, y devorados por la mugre, lejos de las savias, esperando la muerte, ostentan entre el lujo de las vegetaciones su miseria impávida.

Llegan a la ciudad mercaderes de legumbres, cacharros y baratijas. Envueltos en mantos talares, con turbantes pintorescos, forman hormigueros bullentes en la dirección de la plaza. Cruzan también, sobre camellos, beduínos con el fusil a la espalda, y tocas de trenzas crinosas, obscuras y recias; otros, reparten leche desde aquel alto trono, más alto que las naranjas, y casi tocando las palmeras. Varias mujeres pa-