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tica, compuesta de millones de almas, semeja el carro inmaterial de un triunfador alado. Los perfumes siguen al guardián y se confunden a los del cielo. Vibran tan penetrantes, y se des- vanecen tan sutiles, que la luz, coloreándose, se exalta y se desmaya, dócil a sus estremecimien- tos, cual si fuese el verbo hechizado de sus pen- sares. Ñ

Un día el libertador se agita. Oye conversar a varias almas de rosas y de violetas. Murmu- ran las celestes a las diabólicas : «Lejos de las sombras, podéis hoy, como nosotras, crear los viejos iris, de modo tal, que si os tocara el anti- guo rocío, creeríase hijo de mil auroras. ¡ Ah! si hubiésemos presentido el perdón, no exclama- ríamos en este instante : felices de vosotras ; exprimisteis una existencia que nos fué desco- nocida.»

El ángel tiembla ante el diálogo de las almas más inocentes del mundo. Lios murmurios de su nativo cristal modulan elegías de inenarrable pena. Conturbado, se dirige al Triángulo. El Hijo, con extrañeza, le ve llegar pensativo. El Padre prorrumpe : «Vas a demandar un cri- men. Si un milagro de Dios lo cometiera, los mundos se desquiciarían.»