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charabieds exhalan perfumes de pastillas quemadas. Las mujeres, cubiertas, nos miran misteriorsas, completamente ocultas en sus mantos espesos: a meida que el viajero se interna en el Oriente, su alejamiento del mundo se hace más absoluto.

Almorzamos en un hotel inglés, limpio como una patena católica; banal como una papa protestante. Un vecino colegio de niños cristianos eleva sus cantos dominicales. Hay una amable bienvenida en el acento alegre de lsa voces, y en la oración tierna de las notas. Dispersando las últimas nubes, un sol triunfal brilla en los azulejos de los próximos edificios. Se abren largas perspectivas a nuestro frente, y echamos a caminar por las sendas.

Muros de catos enredan con espinillos sus pomas erizadas, y muestran, en sus verdores, reflejos internos de sangre blanca. Sobre esas claras sombras de esmeralada, los naranjos inclinan el peso de sus frutas de oro. Más allá, las palmeras alzan al cielo la elegancia natural de sus troncos y ramajes. Los caminos se cruzan separando los huertos, y los huertos se multiplican en un oasis riente. Algunas casas aparecen con sus ojos arábigos y sus ventanas oji-