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Los pastores adelantan ; echan blancas mar- garitas de los campos. Las flores tocan al Niño y se ponen a hablar, con las milagrosas voces de sus hálitos: «Está desnudo. Sufre de frío. Arrópate, Señor, en nuestros pétalos.»

El Asno y el Buey se incomodan : «¿No veis que lo viste el tierno calor de nuestro aliento?»

San José interviene: «Con la venta de los báculos, obra de mis manos, le mercaré un ha- tillo.» .

Un ángel, imponiéndose, dice : «Lo que se- ría inútil, si no tuviera, cual tiene, el abrigo de mis alas.»

La Virgen ha oído en silencio; carece de ofrenda y se le nublan los ojos. Lios homenajes, aumentan el prodigio, y, humildemente, se cree indigna de su gloria. Inquieta, piensa en el por- venir; y presiente, en la sublimidad, el dolor. Las lágrimas, acrecidas, corren desbordantes. El Niño, no se turba, recibiéndolas ; medita, y parece un hombre. A poco, su faz, como heno de aurora, halla juventud radiante en el triste rocío. Entonces, la Estrella de los Magos vierte sobre la cuna intensa lumbrerada. Hombres, ángeles, reyes, caen de hinojos : hasta las flo-