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Perplejidad de nuestra parte. Primero, el fantasma de la cuarenta en un lazareto turco; después, el temor de no desembarcar por el temporal; ahora, la prohibición de entrar en la ciudad. Protesta violenta. Consejo afectuoso de bajar la voz, pues no hay allí cónsul argentino. De seguida parlamento misterioso entre el drogmán y el aduanero. Nos muestran en el tesqué los hieroglíficos turcos, donde falta, según la autoridad, el Sésamo ábrete de la Judea; pero, añaden, que por dos libras lo visarán. En tanto, ajeno a las miserias humanas, el jefe, sentado sobre un cojín, lee el Corán, y espanta al os ángeles malos con el movimeinto de su cabez, convertgida en péndulo.

El empleado mete las monedas en un bolsillo de su chaleco, sca del otro un sello adherido a una especia de ombligo rojo, y timbra el pasaporte. Antes de slair miramos con curiosidad al piadoso lector: ni un segundo ha dejado su canturreo, ni levanta los ojos, ni advierte nuestra presencia, ni sabe nada de lo que pasa. ¡Todo sea en loor de la gravedad serena! Penetramos a los callejones cubiertos de barro, sobre pavimentos de guijarros alzados en punta. Bulle la multitud en la vía del bazar: algunos mu-