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los brazos abiertos, sobre fondo purpúreo. Au- reas lámparas en racimos, penden de largos hi- los, sin animar en el aire, su aliento de aban- dono.

Una construcción griega rompe la perspec- tiva, y entramos. En el centro un altar de oro : en el altar santos bizantinos de oro : luego, es- talactitas iridiscentes en arañas de cristal, en- vueltas en tembloroso rocío de luz ; y en lo alto, lámparas de plata, vibrantes caireles, capricho- sos arabescos, mazos de flores. Así, de la base a la cumbre, reina la vida; pero la nave ante- rior atrae más, con la simple vetustez de su aus- teridad religiosa.

Dos turcos, fusil en mano y turbante en la cabeza, custodian las puertas de la gruta. Es- ta, en realidad, no se ve. Las columnas añadi- das le quitan su aspecto natural : la devoción acaba en irrespetuosa. Una enorme tapicería purpúrea oculta la roca y forma nichos a las ar- dientes lámparas colgantes. Hay tres altares. Uno, donde la Virgen alumbró. Otro, en el pe- sebre donde Jesús fué expuesto. Otro, donde los Magos ofrecieron sus dones. Por mejor de- cir, cubiertos de rejillas, bajo resplandor de ve- las, evocan los misterios del venerable sitio. Re-