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terio brilla sobre la pendiente. Los niños co- rretean mientras las madres trabajan, sentadas en las tumbas : un soplo patriarcal, de primiti- va simplicidad, de dulzura, de honradez, en- vuelve el trajín de los vivos y el sueño de los muertos.

En el fondo de la plaza, el inmenso paralelo- gramo de la basílica, impone con su mole, sin otro adorno que una obscura cruz de hierro. La empezó Santa Elena, la acabó Constantino, la restauró Justiniano. Así se purificó la cuna de Jesús, que Adriano dedicara a Adonis, hacien- . do preceder el culto del amante de Venus por un bosque de cipreses. Hoy la basílica es un modelo de las más antiguas construcciones cris- tianas.

La nave, simple y grandiosa, tiende cuatro líneas azuladas y amarillentas de columnas co- rintias. El techo, de cedro, es un gran caballete. Entre él y los capiteles, surgían en otro tiempo, gloriosos en la luz, mosaicos de oro y vidrios de colores. Algunos restos lucen aún fragmentos de sombras matizadas, y el rostro de los ascen- . dientes de Cristo habla del pasado esplendor. En los fustes también luchan figuras por hacer- se visibles, y un penitente se destaca, claro, con