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— 131 — modernos, como la construcción y el plantio. Las muestra un guardián, que mastica algo en italiano, y que acaba peleando en turco con nuestro guía.

La aldea de Bethleem puede llamarse cristia- na. De sus 5.000 habitantes solamente cuatro son judios y cien musulmanes. Las casas, de piedra calcárea, yerguen sobre sus cubos ligeras cúpulas. Y se alinean en calles estrechísimas y clivosas, con rincones de gradería, donde la po- blación se junta a charlar en grupos pintorescos. Los chicuelos juegan alegrando el ambiente. Los hombres trabajan en las heredades vecinas, y las mujeres labran objetos piadosos, recuerdos de viaje, rosarios de perfumadas maderas, án- foras de calcáreo, adornos de corales. ' Vestidas de blanco y azul, elevan su manto hasta la ca- beza, y un armazón oculto, les forma una am- plia toca. Todo resulta simpático en esta aldea hospitalaria, que tiene mucho de hogar para el viajero. Se puede ir y venir sin guía y sin gen- darme: no se ven rostros hostiles, ni manos ocultando una piedra, ni bocas anhelantes por insultar. La plaza es el sitio más animado. En . uno de sus ángulos, abierto al horizonte, en que se destaca el monte de los Francos, el cemen-