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la gente responde; los cuerpos se levantan y caen; los músculos de los torsos desnudos se tienden y parecen estallar cual de tritones salvajes convertidos en hombres; la melopea, entrecortada por las respiraciones, es desesperado clamor de combate, y al llegar a las rompientes de una pretendida rada, el bote se revuelve enloquecido en el vértigo de una montaña rusa.

A un lado dos botes, no adelantan; se antojan de pescadores.

—Vaya un momento de faena —decimos al agente de la Compañía.

—Señor—nos responde:—estaban ahí por si nos dábamos vuelta.

En fin, henos al pie del desembarcadero. La gente de equipaje nos defiende de los mozos de cordel, que nos llevan un verdadero asalto. Y oímos de nuevo el berrido gutural de las expresiones turcas y árabes, mezclado a las palabras inglesas, francesas y españolas; el clamor exasperante de todos los puertos levantinos, en que el vaho pestilencial de las personas fraterniza con el de las bestias de carga.

Llegamos a la Aduana. Al drogmán que pasa nuestro tesqué le responden que la autorización de Constatinopla no se re3fiere a Jerusalén.