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disputar a Juno el reino de la hermosura, y en venganza, su hija fué amarrada por los tritones al peñón. Sus cabellos esplendorosos le sirvieron de cadenas. Para darle libertad, Perseo tenía que cortarlos: alado y esbelto, al blandir el acero proyectaba su cuerpo en el mar azul. El monstruo, surgido del abismo, como relámpago real de la muerte, se lanzó sobre el impalpable reflejo. El héroe, ultimándolo, escapó del torbellino de olas y sangre. Cupido apreció, sonriendo, al pie de la roca: los alegres vientos cantaban el epitalamio de Andrómeda y Perseo... Con ese recuerdo clásico nos despedimos de la Grecia, que acabamos de recorrer, y versículos de la Biblia se mezclan ya a los últimos hexámetros de Homero.

El comandante del Niffkiacof, se acerca:

—He aquí el momento—dice;—acaban de izar en la Capitanía bandera de desmebargo.

Apenas tenemos tiempo de agradecer sus atencions. Un marinero, en efecto, nos ata. Sube una ola hasta el puente, y en la ola, un bote; nos lanzan en el aire, nos recogen manos de hierro, y, violentamente, descendemos con el bote y las aguas. Dos docenas de remeros hincan los leños: el timonel profiere un grito;