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su reino. El Occidente olvida la divinidad del se- pulcro, y sobre las cúpulas cristianas y los almi- nares de Mahoma, fulge, en vez del alba de la Resurrección, la tarde de la Agonía.

Bien hacen en no sonar, músicas ni regocijos : mientras con relámpagos de furia, y con lágri- mas de amor, se agita el ala del Verbo de los profetas... La Naturaleza, hemos dicho, tam- bién es triste. La melancolía desciende de los árboles, a plasmarse en los peñascos; acá in- móvil, allá inquieta, y siempre profunda. A las puertas de Jerusalén ondula el valle de Josafat. Joel lo ha señalado como el del Juicio. Para ir a Betania, a Jericó y al monte de los Olivos, Jesús lo atravesaba a menudo. Donde se le vió atribulado, se le verá glorioso. El valle, al pie de las murallas, hacia Getsemaní, Scopus y la colina del Escándalo, semeja un vasto abismo y lo cubren sepulcros. Josafat, invisible, está amortajado por la sombra de todas las lápidas. Hay un monumento : la pirámide de Zacarías, quizá de la época de Adriano. El de Absalón ostenta capiteles jónicos, y aunque la parte in- terna parece más antigua, no evoca La Mano, o sea el panteón de que habla el libro de los Reyes. Una gruta, con un pórtico dórico, forma