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cendemos las antorchas. Como en el Santo Sepulcro, un edículo cubre la tumba de la Virgen. He aquí la estrecha cámara : nuestros ojos se clavan en el sarcófago. Meditamos en el misterio de la vida más alta, más tierna, más hermosa y más original del Cristianismo. En ese mármol, quizá, se despertó de su muerte aparente, el cuerpo con el alma, cual una sola flor incorruptible, y el sol engendró en su nube, alas y nimbos.

Concebida en la eternidad, la nueva Eva, doliente y victoriosa, es ya toda santa y llena de gracia. La divinización del amor de madre por la amargura fué su testamento, y el fondo de su cáliz clarificó la fuente de las esperanzas humanas. El hombre canta: «Rosa de Jericó», «Torre de Marfil», «Estrella de los mares» ; y los ángeles saben que todo jardinero, luchador y navegante, encuentra en las estrella, la torre y la rosa, la redención con perfume, fortaleza y brillo.

Cerca de la basílica nos recibe la Gruta de la Agonía. Inscripciones latinas, del tiempo de Santa Elena, nos cuentan su tradición. Se creía que Jesús, al alejarse de los apóstoles, había derramado allí su sangre. Pero los Evangelios