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vuelve en una burda manta, que los truhanes de la casa han debido encontrar en alguna caballeriza. Son las bellezas de una libertad curiosa en medio de tanta tiranía.

Salimos del sepulcro del abuelo de Cristo para ir al de la Virgen madre. Muchos autores sostienen con razones debidas a un Concilio, que está en Efeso ; pero Melissinda, mujer del cuarto rey de Jerusalén, lo reconstruyó en la basílica. La tradición de la muerte de María en Jerusalén la apoyan San Agustín y San Jerónimo. Una suave y larga gradería lleva al templo subterráneo. La llave, que maneja con dificultad el monje griego, pesa un kilo ; la puerta de hierro, se antoja la de un baluarte ; y se abre una enorme catacumba. Allá, lejos, al fulgor de cirios apenas perceptibles, se eleva un altar; nuestras sombras avanzan, y descienden antes que nosotros. Al fin de la pendiente, flotan y brillan lámparas innumerables; despiden llamas y se hunden en crepúsculos, hasta perder las formas, en la intensa tiniebla.

A un lado está la tumba de Santa Ana; la tradición designa enfrente las de Simeón y San José : blancuras esfumadas dibujan vagarosos nichos. Avanzamos, la obscuridad crece, y en-