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el cordel de los cautivos y la ruina de los baluar- tes. Y desde entonces ¡ cuánta guerra, y cuánta muchedumbre de maldades, y cuánto estallido de esperanzas al pie de la señora de las nacio- nes !... Ningún signo de vida responde al tumulto de nuestra fiebre. El mutismo de las cosas ; el crepúsculo de la caverna; la tranquilidad del sitio; acaban por serenar y volver a ideas apa- cibles como las medias tintas del muro. Luego, un rumor desciende de la portada. Las tórtolas de la higuera retornan a sus nidos después de bañarse en el sol. Se instalan felices, se arru- llan tiernas y aletean contentas ; no las hubiese desdeñado el profeta de Jehová, gigante rudo de corazón amoroso ; por eso las aves consuelan la ruina, que recibió la desolación de los trenos, como ceniza humana de un incendio divino.