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debe ser el castigo del crimen.

Siempre igual en sí mismo, ya en la elevada fortuna, y ya en la humillacion, sufria con entereza el despego de los Grandes, los desprecios del pueblo, y las canciones y sátiras, de las quales llegó á ser el objeto. Como era superior á los hombres viles que osaban ultrajarle, apenas se apercibia de sus impotentes ataques, y no se dignaba, ni de ofenderse, ni quejarse de ellos.

Perseguido por los furiosos zelos de un mandarin, Xefe del Tribunal militar, vió ya levantada la cimitarra sobre su cabeza. La mayor parte de sus discípulos huyó; algunos otros, pálidos y temblando, se quedaron á su lado. "Si el cielo nos protege, les dixo con rostro sereno, ¿qué puede contra nosotros el aborrecimiento de un hombre poderoso?"

Murió á los setenta y tres años. "Los Reyes, decia, no observan lo que enseño: ninguno de ellos sigue mis principios, y así no me resta ya mas, que morir." Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Su muerte fué viva, é intimamente sentida de sus discípulos, los quales llevaron por él un año de luto.

Confucio habia observado toda su vida una gravedad de costumbres, y un cierto porte que con su dulzura lo hacía amable. Poco le costaba el ser justo, siendo, como era, moderado y templado; porque la codicia es la que engendra la injusticia. Censor se-