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MIGUEL DE UNAMUNO

inéditas tan curiosas cartas». Yo, por mi parte, sospecho que aunque las de Rizal no deben ser un asombro, ni mucho menos, de polémica religiosa —ya he dicho que creo nunca pasó de un dilettante en tales materias como en otras,— deben quedar, sin embargo, malparados los jesuítas. ¡Porque cuidado si son éstos ignorantes, vulgares y ramplones en estas materias cuando son españoles! Baste decir que anda por acá un P. Murillo que se permite escribir de exégesis y hablar de Harnack y del abate Loisy, y lo hace con una escolástica y una insipiencia que mete miedo.

No hay leyenda más desatinada que la leyenda de la ciencia jesuítica, sobre todo de su ciencia religiosa. Son unos detestables teólogos y exégetas más detestables aún.

Sólo á un jesuíta español como el P. Pastells pudo ocurrírsele regalar á Rizal, para tratar de convertirle, las obras de Sardá y Salvany. Esto da la medida de su mentalidad ó del pobre concepto que de Rizal se formaba. Sólo le faltó añadir las del P. Franco. Y hay que leer entre líneas, en el relato de los jesuítas, las necedades y vulgaridades que el P. Balaguer debió dejar caer sobre el pobre Rizal.

Y así y con todo aparece Rizal vencido, convertido y retractándose. Pero no con razones. Vencido, sí; convertido, acaso; pero convencido, no. La razón de Rizal no entró para nada en esta obra. Fué el poeta; fué el poeta que veía la muerte próxima; fué el poeta ante la mirada de la Esfinge que le iba á tragar muy pronto, ante el pavoroso problema del más allá; fué el poeta que, á la vista de aquella imagen del Sagrado Corazón, tallada por sus propias manos en días más tranquilos, sintió que su niñez le subía á flor de alma. Fué el golpe maestro de los jesuítas y valió más que sus ridículas razones todas.

El pobre Cristo tagalo tuvo en la capilla su olivar, y es inútil figurárnoslo como un estoico sin corazón. «¡No puedo dominar mi razón!», exclamaba el pobre ante el asedio del P. Balaguer. Cedió; firmó la retractación. Luego leía el Kempis. Se encontraba ante el gran misterio, y el pobre Hamlet, el Hamlet tagalo debió de decirse: ¿Y si hay? ¡Por si hay! Entonces su espíritu debió de pasar por un estado análogo al de aquel otro gran espíritu, al de aquel hombre de razón robustísima, pero de sentimiento más robusto aún que su razón, que se llamó Pascal y que dijo: il faut s'abêtir, «hay que embrutecerse», y recomendó tomar agua bendita, aun sin creer, para acabar creyendo.

El relato de los últimos momentos de Rizal, de su verdadera agonía espiritual, es tristísimo. «¡Vamos camino del Calvario!» Y camino de su Calvario fué, pensando acaso en si aquel su sacrificio resultaría inútil; invadido tal vez por ese tremendo sentimiento de la