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EPÍLOGO

degradante sentimiento del miedo, el miedo y sólo el miedo fué el inspirador del Tribunal militar que condenó á Rizal.

Dice Retana hablando del fusilamiento de Rizal que, «afortunadamente, á España no le alcanza la responsabilidad de los errores cometidos por algunos de sus hijos» (pág. 188). Siento discrepar aquí de Retana. Creo, en efecto, que desgraciadamente le alcanza á España responsabilidad en aquel crimen; creo más, y lo digo como lo creo: creo que fué España quien fusiló á Rizal. Y le fusiló por miedo.

Por miedo, sí. Hace tiempo que todos los errores públicos, que todos los crímenes públicos que se cometen en España, se cometen por miedo; hace tiempo que sus corporaciones é institutos todos, empezando por el Ejército, no obran sino bajo la presión del miedo. Todos temen ser discutidos, y para evitarlo pegan cuando pueden pegar. Y pegan por miedo. Por miedo se fusiló á Rizal, como por miedo pidió el Ejército la aborrecible y absurda ley de Jurisdicciones, y por miedo se la votó el Parlamento.

El escrito de acusación del señor teniente fiscal D. Enrique de Alcocer y R. de Vaamonde es, como el dictamen del auditor general D. Nicolás de la Peña, una cosa vergonzosa y deplorable. Es decir, lo serían si estos señores hubiesen obrado por sí y ante sí, autonómicamente, y no como pedazos de un instituto y de una sociedad sobrecojidos por el miedo. Retana ha desmenuzado la horrenda y desatinada acusación del Sr. Alcocer.

En el fondo de todo ello no se ve más que el miedo y el odio á la inteligencia, miedo y odio muy naturales en el instituto á que los señores Alcocer y Peña pertenecían. Dice Retana que fusilar á Rizal por los motivos por que le fusilaron, es como si en Rusia se intentase fusilar á Tolstoi. Creo que buenas ganas se les pasan de ello á no pocos. Yo sé que cuando se sustanciaba en Barcelona, hace ya años, el proceso por el bárbaro atentado del Liceo, el Juez militar que actuaba en él y tenía la colección de una revista en que colaboramos mi compañero de claustro el Sr. Dorado Montero, prestigiosísimo criminalista, y yo, se dejó decir: «A estos, á estos dos señores catedráticos quisiera yo atraparlos y verían lo que es bueno.» Si hubiera sido en Filipinas, á estas horas mi compañero el Sr. Dorado Montero y yo dormiríamos el eterno sueño de los mártires del pensamiento.

Lo más terrible de la jurisdicción militar es que no sabe enjuiciar; es que la educación que reciben los militares es la más opuesta á la que necesita quien ha de tener oficio de juzgar. Pecan, no por mala intención, sino por torpeza, por incapacidad. Y pecan unas veces por carta de más y otras por carta de menos.

En una corporación cualquiera, y muy en especial en el Ejército,