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EPÍLOGO

espíritu. Dice Retana que Rizal es el Ibarra y no el Elías de Noli me tángere, y yo creo que es uno y otro, y que lo es cuando se contradicen. Porque Rizal fué un espíritu de contradicciones, un alma que temía la revolución, ansiándola en lo íntimo de sí; un hombre que confiaba y desconfiaba á la vez en sus paisanos y hermanos de raza, que los creía los más capaces y los menos capaces —los más capaces cuando se miraba á sí, que era de su sangre, y los más incapaces cuando miraba á otros. —Rizal fué un hombre que osciló entre el temor y la esperanza, entre la fe y la desesperación. Y todas estas contradicciones las unía en haz su amor ardiente, su amor poético, su amor, hecho de ensueños, á su patria adorada, á su región del sol querida, perla del mar de Oriente, su perdido edén[1].

Este Quijote-Hamlet tagalo encontró en un afecto profundísimo, en una pasión verdaderamente religiosa —pues religioso fué, como diré más adelante, su culto á su patria, Filipinas,— el foco de sus contradicciones y el fin de su entusiasmo por la cultura. Quería la cultura; pero la quería para su pueblo, para redimirlo y ensalzarlo. Su tema constante fué el de hacer á los filipinos cultos é ilustrados, hacerlos hombres completos. Y le repugnaba la revolución, porque temía que pusiera en peligro la obra de la cultura. Y, sin embargo de temerla, tal vez la deseaba á su pesar.

Rizal, alma profundamente religiosa, sentía bien que la libertad no es un fin, sino un medio; que no basta que un hombre ó un pueblo quiera ser libre si no se forma una idea —un ideal más bien— del empleo que de esa libertad ha de hacer luego.

Rizal no era partidario de la independencia de Filipinas; esto resulta claro de sus escritos todos. Y no lo era por no creer á su patria capacitada para la nacionalidad independiente, por estimar que necesitaba todavía el patronato de España y que ésta siguiera amparándola —ó que la amparara más bien— hasta que llegase á su edad de emancipación. Pensamiento que vieron muy bien los que le persiguieron, aquellos desgraciados españoles que no se formaron jamás noción humana de lo que debe ser una metrópoli y que estimaron siempre las colonias como una finca, poblada de indígenas á modo de animales domésticos, que hay que explotar.

Y ¡cómo la explotaban! ¡Con qué desprecio al español filipino, al compatriota colonial! Este desprecio, más bien que opresiones y vejaciones de otra clase, ese bárbaro y anticristiano desprecio lo llevó siempre Rizal en su alma como una espina. Sintió en sí todas las humillaciones de su raza. Fué un símbolo de ésta.



  1. Acaso haya muchos filipinos que ignoren que Tennyson, en su poesia «A Ulises» (To Ulysses), llamó á Filipinas oriental eden-isles.