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VIDA Y ESCRITOS DEL DR. RIZAL

ambos pueblos vayan de común acuerdo, y no es lícito, por tanto, que uno de los dos se imponga y humille al otro. De imponerse alguno lógico parece que tenga más derecho el verdadero dueño de la casa, que no es otro que el indígena. Pero en nuestras colonias ha ocurrido todo lo contrario: sobre sor invasores y, por tanto, usurpadores, todavía hemos querido que todo se practicara según nuestra soberana voluntad, alegando nuestra mayor sabiduría. Pudo esto reputarse lícito antiguamente; pero no lo era á fines del siglo XIX, por lo mismo que los descendientes de los usurpadores se llamaban hermanos de los usurpados; por lo mismo que entre éstos los había que sabían tanto como aquéllos.

España necesitaba una fuerza para garantizar la sujeción de Filipinas. ¿Se separaría Extremadura de España si no existiera fuerza para sujetarla? No. Porque Extremadura es española por la voluntad de los extremeños; de modo que, sin fuerza en Extremadura, puede España tener la seguridad de que por ahí no ha de venirle la mutilación. Si se necesitó una fuerza en Filipinas, esto no prueba más sino que la metrópoli no contaba en absoluto con la voluntad de todos los filipinos. Sólo cabían, pues, dos soluciones: ó darles la independencia, ó ganar su voluntad. No se hizo lo primero (y no faltó español que, como el diplomático Sr. Mas, lo aconsejara), porque hubiérase interpretado como que España renegaba de su historia, realizada por los aventureros y los militares más que por los estadistas y por los filósofos; y no se hizo lo segundo, porque difícilmente hace nadie aquello que más le duele: ganar la voluntad de los filipinos habría equivalido á desposeernos de nuestra psicología, y la psicología nacional es lo que; acaso por desgracia, constituye el sancta sanctorum de los españoles. — Así pudo escribir el ilustro Pi y Margall: «Desgracia tienen nuestras colonias oceánicas. No se les ortoga los derechos políticos, no se les da asiento en nuestras Cortos, no se les quita el yugo que les pusieron las órdenes monásticas, y cuando se trata de sus intereses materiales, se les olvida como si no fueran parte de España. ¿Qué cariño nos han de tener los que las habitan? ¿Qué impaciencia no han de sentir por verse libres de un pueblo que las gobierna como en el primer siglo de la conquista? Si un día se rebelan, ¿qué razón habrá para que nos quejemos?» — Todas nuestras desgracias nos habían venido por ahí, por desatender sistemáticamente aspiraciones de los usurpados; y, sin embargo, España no acabó de aprender: vivía (y parece que continúa viviendo) asaz enamorada de su historia, hecha por los aventureros y los militares más que por los estadistas y por los filósofos.