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W. E. RETANA

rival; y haciéndose unos á otros la triste competencia del descrédito, los mismos españoles, con hábito ó sin hábito, tonsurados ó no, labráronse su propio desprestigio y acabaron por ponerse en evidencia ante los naturales del país. Sólo en un punto coincidían los españoles netos, tuvieran ó no cogulla: en mantener indios á los llamados «indios»: exigíalo así el orgullo castellano, el cual se acentuaba tanto más, cuanto más intensamente sentía el castila el patriotismo (!).

El Gobierno central, lleno del mejor deseo, contribuía por su parte á eternizar el desequilibrio entre los elementos peninsulares é insulares al llevar á la práctica ciertas reformas de carácter democrático, tales como la supresión del tributo, el planteamiento de los Códigos, etc. Decía Nietzsche, á propósito del problema obrero: «Se ha hecho al obrero apto para el servicio militar, se le ha dado el derecho de asociación, el de voto. ¿Por qué asombrarse si su existencia le parece hoy ya una calamidad, ó, para hablar el lenguaje moral, una injusticia? ¿Qué quieren?, pregunto todavía. Si se quiere alcanzar un fin, se deben querer también los medios: si se les quiere esclavos, es loco concederles lo que ha de hacerles señores.» El Gobierno español iba, poco á poco, haciendo señores á los filipinos; pero, como subsistía el fraile, el filipino continuaba, de hecho, siendo esclavo: y acontecía que en la vida real, á medida que se extendía el Derecho, se extendía la Injusticia. El Jefe superior de la colonia continuaba disponiendo de facultades «discrecionales», ó, lo que es lo mismo, omnímodas; el fraile continuaba siendo el único intermediario entre el Pueblo y el Gobierno: consiguientemente, el Indio no tenía más felicidad positiva que la que el fraile se dignaba concederle.

Fraile y Progreso habían llegado á ser de todo punto incompatibles: uno de los dos sobraba. Los hijos del país optaban por el último. Pero, suprimido el fraile, ¿con qué fuerza quedaría sujeta la colonia? ¿No era, pues, sospechoso el filipino que aspiraba á sacudirse esa fuerza? Ahí está la raíz del poder incontrastable de los frailes: eran ¡insustituibles! Ellos lo sabían, y por eso hacían cuanto les venía en gana. Y el Gobierno, desviviéndose por el bienestar de los filipinos, no podía, sin embargo, prescindir de lo que constituía el eterno malestar de esos súbditos por cuya dicha velaba.




Natural es que un pueblo que se ve sometido por otro de diferente raza, cuya metrópoli radica á miles de leguas, aspire á regirse por sí mismo. El pueblo filipino no tuvo, sin embargo, esta aspiración, sino simplemente la de ser considerado igual al pueblo peninsular. ¿No eran unos y otros españoles? Pero el problema, por las razones con-