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W. E. RETANA

Blumentritt accedió á los deseos de Rizal.

Esta carta íntima es una nueva muestra del pesimismo, justamente fundado, del insigne tagalo. Es indudable que el hombre, cuanto más se ilustra, cuanto más se ensancha la noción que de su propia valía tiene (sobre todo si esa valía es producto legítimo del estudio), adquiere mayor orgullo, orgullo bien entendido, ó sea ese alto grado, mezcla de dignidad y de amor propio, que alcanzan los que sienten lo que valen. Rizal, que poseía una cultura que para sí la quisieran muchos españoles que pasan plaza de sabios; que poseía además un sentido moral verdaderamente recto; sin otro vicio que el de pasarse la vida entre los libros, consideraba que en su país tenía personalmente mucha menos importancia que cualquier empleadete español y, por de contado, muchísima menos que el último de los frailes. ¡Todo ello porque era indio! Para la mayor parte de los castilas que medraban en Filipinas, Rizal no pasaría nunca de ser un chongo[1] más o menos pilósopo[2], «pero siempre chongo», y esto, naturalmente, le tenía que indignar. Entendía, pues, que para que en su país se llegase á una admisible equidad social, no sólo se hacía preciso poner en planta reformas políticas radicales, sino que era igualmente preciso que se verificase una á modo de transformación en las costumbres sociales, y en nada de esto podía creer apenas, ante la triste realidad de los hechos que él y los demás «indios» observaban de diario. Ni podían los filipinos dictar leyes democráticas, ni mucho menos modificar la psicología de los españoles; los cuales, sólo por ser blancos (miembros de la raza dominadora), considerábanse superiores, en todo, á los indígenas, morenos (miembros de la raza sometida). A estas razones supremas que informaban su pesimismo filosófico, había que sumar las que informaban su pesimismo práctico, creado, fomentado y excitado por las noticias que le venían de su patria, muy en particular las atañederas á sus deudos, perseguidos, deportados, ó bien, si se morían, sepultados como perros en el campo. Consiguientemente, debió Rizal, á pesar de lo sesudo que era y de la apacibilidad de su carácter, tener muchos momentos de desesperación, en uno de los cuales escribiría aquella proclama anónima, fechada en París


  1. Con la palabra chongo (creemos que de origen americano: en nahuatle, congo = mono) se designa en Filipinas á los monos; y por extensión, y como epíteto denigrante, se designaba á los filipinos. Claro es que el epíteto lo empleaban tan sólo los españoles, y para los filipinos era el más mortificante, el que más les ofendía. De los viejos radicados en el país, españoles, que se habían asimilado con exceso los usos y costumbres, solía decirse que estaban enchongados, esto es, indianizados.
  2. Epíteto despectivo que solían aplicar los españoles, señaladamente los frailes, á los indígenas más o menos ilustrados.