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apariencias de gusto y curiosidad, fué asomando la cabeza a todas mis ventanas! Llegó a la puerta, y a pesar de mis esfuerzos para retirarme a lo más interior, sin presencia de ánimo para haberme escondido debajo de la cama, que era el mejor asilo, no pude evitar que me vicse. El pícaro animal, que era nada menos que un mono del país, después de mil gestos y cabriolas, metió una mano por la puerta, al modo de un gato que juega con un ratoncillo, y agarrándome por los faldones de la casaca (que como era de tela del país tenía demasiada resistencia) me sacó fuera. Me tomó en brazos, reclinándome sobre el derecho como ama que amamanta a su infante, y pasándome la mano por la cara con mucha suavidad, me trataba como si yo fuera un monito recién nacido. Lo mismo he visto hacer a otro en mi país con un gato pequeño, pero me apretaba tanto cuando protestaba yo de sus finezas, que consideré preferible pasar por todo cuanto se le antojase.

Asustado de un repentino ruido que sonó hacia la puerta del cuarto, como de alguno que la abría, saltó prontamente a la ventana por donde había entrado, y de allí al alero del tejado inmediato, sin parar hasta lo más alto, desde donde escuché los lastimosos clamores de Glumdalclitch que parecía loca. Todo aquel cuartel de palacio estaba alborotado, los criados corrían a buscar escaleras, y mi mono, con gran serenidad sentado en la cumbre del edificio, a la vista de mil gentes, me tenía en sus brazos como a un niño, embutiéndome en la boca por fuerza algunas viandas que había podido tomar en la cocina. La canalla que me miraba celebraba todo esto como una gracia, como una fiesta que otro paga; y a la verdad, excepto para mí, el espectáculo era gracioso. Aigunos tiraban piedras por ver si bajaba el mono, pero tuvieron que dejarlo por no romperme la cabeza.

Trajeron finalmente las escaleras, y subiendo bas-