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demás, a la vista de una hermosura se olvidan al instante de toda su filosofía.

La reina, que me hablaba a menudo de mis viajes por mar, buscando siempre ocasiones de divertirme si estaba melancólico, me preguntó un día si tenía la habilidad de manejar una vela y un remo, y si sería conveniente a mi salud algún ejercicio de esta especic. Respondí que entendía de ambas cosas bastante. Que aunque mi profesión había sido la de cirujano, esto es, médico de navío, me había visto muchas veces precisado a trabajar como un marinero; pero que ignoraba de qué modo se practicaba esto en aquel país donde el barco más pequeño equivalía a un navío de guerra de primer orden de los nuestros, además de que un buque proporcionado a mi cuerpo y fuerzas no podría flotar mucho tiempo en sus ríos, ni yo solo gobernarle. Entonces me dijo Su Majestad que, si yo quería, su armador me haría una barquita, y que no me faltaría paraje donde poder navegar. Con efecto, le di el modelo, y en diez días me construyó un navío pequeñito con todos sus cordajes, capaz de contener cómodamente ocho europeos. Luego que estuvo acabado, dió orden la reina al armador que fabricase una artesa de madera de trescientos pies de largo, cincuenta de ancho y ocho de profundidad, bien embetunada, la cual hizo colocar en el suelo de una sala exterior del palacio a lo largo de la pared.

Fara renovar el agua, tenía su llave bastante bajay en cosa de media hora podían muy bien volverla a llenar un par de criados. De esta suerte, me proporcionaron que pudiese navegar para mi diversión y la suya, pues tanto la reina como sus damas manifestaban mucho gusto al ver mi destreza y agilidad. Alguna otra vez desplegaba mi vela, y me ponía a gobernar la embarcación, mientras que las damas me daban viento con sus abanicos, y cuando se cansaban, los pajes impelían y hacían caminar el navio a soplos