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el influjo de su muy augusta presencia; tal fué el resumen de mi discurso, pronunciado con bastantes barbarismos y no pocos temores.

La reina, disimulando con su bondad los defectos de mi arenga, quedó admirada de ver tanto valor y juicio en un animalejo tan pequeño: púsome sobre su mano y, sin detenerse, me llevó a presentarme al rey, que estaba entonces recogido en su gabinete. Su - Majestad, príncipe muy serio y de semblante austero, no fijándose por el pronto en mi figura, preguntó secamente a la reina que desde cuándo se había aficionado a los splack-nocks (pues me tuvo por un in.secto de esta especie). Pero la reina, que era sumamente aguda, me puso de pie con mucho cuidado sobre el tintero del rey y me mandó que dijese yo mismo a Su Majestad lo que era. Obedeci en muy pocas palabras, y Glumdalclitch, que se había quedado a la puerta del gabinete, no pudiendo sufrir que estuviese más tiempo separado de ella, entró, y añadió que me habían hallado en el campo.

El rey, que era un sabio a quien no igualaba ninguno de los de sus Estados, que había pasado su juventud en el estudio de la filosofía y principalmente en el de las matemáticas, cuando vió de cerca mi figura y ademanes, antes de haber principiado a hablar, discurrió que pudiese ser alguna máquina artificial, como un torno de asador, o cuando más alguna especie de reloj ejecutado por un buen artífice. Pero luego que escuchó mi voz y advirtió que aquellos débiles ecos eran producidos con discernimiento racional, no pudo disimular su admiración y asombro.

Mando llamar a tres famosos sabios que a la sazón residían en la corte, prestando su seniana de servicio, según la admirable costumbre de aquel país.

Estos señores, después de haber examinado mi figura con mucho detenimiento, no pudieron ponerse de acuerdo. Todos convenían en que no podía ser un