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ciar diferentes palabras y hacer una infinidad de cabriolas con mucha destreza.Pusiéronme sobre una mesa en la sala más grande del parador, que tenía cerca de trescientos pies en cuadro. A un lado estaba mi directora en pie sobre un banquillo bastante cerca para cuidar de mí e instruirme en lo que debía hacer: y mi amo, para evitar todo tropel y desorden, no permitía que entrasen de cada vez más que treinta personas. Yo me pascaba encima de la mesa arriba y abajo, según mie mandaba la hija, después me hacía varias preguntas que ella sabía podía yo satisfacer con proporción al conocimiento que tenía del idioma, a las cuales respondía con toda la propiedad y esfuerzo que me era posible.

Me volvía hacia el pueblo y hacía mil cortesías. Tomaba un dedal de Glumdalclitch que me servía de vaso y, llenándole de vino, brindaba por los espectadores. Tiraba de mi sable y hacía el molinillo como los maestros de armas en Inglaterra; y por último me daban una pajita y hacía el ejercicio de la alabaida, que cuando muchacho había aprendido en mi país. Esta fiesta se repitió doce veces el primer día hasta que me rindieron cruelmente el cansancio, el disgusto y la melancolía.

Tos que me habían visto salían ponderando tanto lo prodigioso del espectáculo, que el pueblo quería romper las puertas para entrar. Pero mi amo, mirando por sus intereses, no permitió que nadie me tocase, sino mi maestra, y para ponerme más a cubierto de todo atentado, había rodeado de bancos la mesa, a tanta distancia que ninguno de los espectadores pudiese alcanzar con la mano ini persona. Sin embargo, un diablillo de estudiante me tiró una avellana a la cabeza con tal violencia, que si no yerra el golpe seguramente me hubiera saltado el cerebro, pues era tan gorda como un melón; pero tuve la sa-