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pude trepando hasta la cima de una montaña escarpada, desde la que pude ver una parte del país. Le hallé perfectamente cultivado, pero lo que desde luego me pasmó fué la altura de la hierba, que me pareció levantaba más de veinte pies.

Tomé un camino real, a mi modo de pensar, annque para los habitantes del país no era más que una pequeña senda que atravesaba un campo de cebada.

Anduve por allí algún tiempo, pero a ciegas, porque las mieses estaban ya en sazón y tenían cuarenta pies de altura lo menos. Una hora tardé en llegar al otro extremo, quo estaba cercado de un seto de ciento veinte pies de elevación o algo más. Los árboles eran tan grandes que yo no pude calcular la altura que tenían.

Tratando de buscar alguna abertura en la cerca, descubrí uno de los habitantes en el campo inmediato, de la misma talla que el que había visto anteriormente en el mar persiguiendo a nuestra chalupa. Parecióme tan alto como un campanario de los regulares, y por mi cálculo, de cada paso alargaba cerca de cinco toesas. Me quedé temblando, corrí a esconderine entre la mics, desde donde le vi parado junto a un portillo del seto, y dando voces más descomedidas y penetrantes que si salieran de una bocina: el sonido era muy fuerte, y como se elevaba en el aire, por el pronto crei que tronaba. Al punto se llegaron a él siete hombres de la misma estatura, cada uno con su hoz en la mano, y cada hoz tan grande como seis guadañas. Estos no estaban tan bien vestidos como el primero, de que inferi serían sus criados, y porque, según la orden que les dió, pasaron luego a segar en la unies donde yo estaba escondido. Procuré alejarme de ellos cuanto pude, pero me costaba suma dificultad moverme, porque las cañas del trigo por algunos parajes no distaban más de un pie las unas de las otras, de suerte que a veces no podía andar en aquella especie de floresta. Avancé no obs-