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exigió palabra de honor de no consentirlo, aunque sus vasallos lo pretendiesen.

Dispuestas así todas mis cosas, me hice a la vela elde septiembre dea las diez de la mañana, y habiendo hecho cuatro leguas hacia el Norte, con viento sudeste, a las scis de la tarde descubrí una pequeña isla que tendría casi media legua de latitud a Noroeste. Proseguí, y eché el ancla en aquella parte de su costa que me pareció nás resguardada del viento pero no hallé señales de estar habitada. Tomé refresco y me eché a descansar. Dormí cerca de scia horas, pues apenas se pasarían dos más después de despierto cuando principió a romper el alba, me desayuné, y estando el viento favorable, levanté el ancla y seguí la misma ruta que el dia anterior guiado por mi brújula de faltriquera. La idea era dirigirme, si podía, a una de aquellas islas que creía, con razón, situadas al nordeste de la tierra de Van-Diemen. Nu descubrí nada en todo el día: pero al siguiente, serían las tres de la tarde, pues según mi cálculo habría andado cerca de veinticuatro leguas, descubrí un navio que llevaba su rumbo a Sudeste. Solté todas mis velas, y al cabo de inedia hora enarboló su pabellón y tiró un cañonazo. No se puede expresar la alegría que recibi con la esperanza de volver a ver mi amada jatria y aquellas prendas queridas que había dejado en ella. El navío moderó su curso, y a las cinco o seis de la tarde nos juntamos, díade septiembre. Yo estaba loco de contento al ver el pabellón inglés. Guardé mis vacas y carneros en las faltriqueras de la casaca y pasé a bordo con todas mis provisiones de víveres. Era un buque mercante inglés que regresabadel Japón por los mares del Norte y del Sud, cuyo comandante era el capitán Juan Bidell de Deptford, hombre muy honrado y excelente marino. Llevaba aún cincuenta hombres consigo, entre los cuales iba uno de mis antiguos compañeros llamado Pedro Wi-