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pública la amistad que os une, puede haber algunos que le crean apasionado en vuestro favor; mas, con todo, quería dar su dictamen con franqueza, obedeciendo el real precepto: que si Su Majestad, en consideración a vuestros servicios, y según la dulzura de su espíritu, quería salvaros la vida, contentándose con que os saquen los ojos, juzgaba con sumisión que esto bastaba a satisfacer en algún modo la justicia, y que todo el mundo aplaudiría su imperial cleuencia, como también el procedimiento equitativo y generoso de los que tienen el honor de ser sus consejeros. Que la pérdida de los ojos no perjudica la fuerza corporal, con la que quedabais en aptitud de poder servir todavía a Su Majestad. Que la ceguedad contribuye a aumentar el valor, porque oculta los peligros, y, recogiéndose el espíritu, queda mejor dispuesto para discernir la verdad. Que el mismo cuidado que teníais en defender la vista era el principal motivo que os había detenido en apoderaros de la flota enemiga; y que bastaba que vieseis por los ojus de los demás, pues que hay príncipes muy poderosos que no suelen ver de otra manera. Esta proposición desagradó extremadamente a toda la asamblea: el almirante Bolgolam, todo sofocado, se levantó y, transportado de furor, dijo que se admiraba mucho de que el secretario tuviese atrevimiento de opinar por la conservación de la vida de un traidor; que los servicios que os atribuían eran con arreglo a las verda- deras máximas de Estado, unos delitos enormes; que quien había sido capaz de apagar de un golpe un incendio tan grande regando con aguas inmundas el palacio de Su Majestad (lo cual no podía recordar sin horror), podrís con el mismo arbitrio, cuando se le autojase mundar el palacio y toda la capital, teniendo a prevención alguna bomba disforme; y que el mismo poder con que habíais arrastrado la flota enemiga serviría para volverla otro día al mismo puerto