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frir aquella especie de preceptores que aturden sin cesar los oídos de sus discípulos con combinaciones gramaticales, disputas frívolas y notas pueriles; y que por enseñarles el antiguo idioma de su país (que apenas tiene alguna muy poca relación con el moderno) les abruman el ánimo de reglas y excepciones, y abandonan el uso y ejercicio por llenarles la memoria de principios superfluos y preceptos escabrosos. Quieren que el maestro se familiarice sin perder su autoridad, porque nada es tan opuesto a la buena educación como el pedantismo y una gravedad afectada. En su concepto, deben más bien inclinarse que elevarse delante del discípulo, y tienen esto por más difícil que aquello, porque regularmente es necesario más esfuerzo y vigor, y siempre mayor cuidado para bajar sin caer, que para subir.

Juzgan que los maestros deben aplicarse antes a formar el espíritu de los jóvenes para la conducta de la vida que a enriquecerle de conocimientos curiosos y casi siempre inútiles. Principian sin perder tiempo a hacerlos sabios y filósofos, para que aun en la ardorosa estación de los placeres sepan gustarlos con filosofía. ¿No es una cosa ridícula, dicen ellos, que esté el hombre sin conocer la Naturaleza ni el verdadero uso hasta que ya se ha inhabilitado, enseñarse a vivir cuando la vida casi ha pasado, y comenzar a ser hombre cuando va a cesar de serlo?

Señalan premios a los discípulos que confiesan ingenua y sinceramente sus propios defectos, y aquellos que mejor saben razonar sobre ellos obtienen gracias y honores. También quieren que sean curiosos, esto es, que susciten cuestiones sobre lo que ven y oyen, castigando severamente a los que a la vista de una cosa extraordinaria o exquisita no manifiestan una correspondiento admiración y curiosidad.

Les recomiendan muy encarecidamente la fidelidad, sumisión y amor al príncipe: una afección en