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un palo. Bueno es advertir que semejante novedad fué introducida por el padre del emperador reinante.

La ingratitud es allí un delito enorme, así como nos enseña la historia que en otros tiempos lo era entre algunas naciones virtuosas. Aquel, dicen ellos, que paga con malas obras a su mismo bienhechor, es preciso que sea un enemigo capital de todos los demás hombres.

Juzgan los lilliputienses que ni el padre ni la inadre deben sufrir la carga de la educación de sus propios hijos. Tienen en todas sus ciudades seminarios públicos con expresa obligación para los padres (excepto menestrales y jornaleros) de enviar allí a sus hijos de uno y otro sexo para educarlos y darles earrera. Luego que llegan a la edad de veinte lunas, yu los suponen dóciles y con capacidad para aprender. Hay escuelas separadas para cada clase con respecto a su nacimiento y sexo: todas están bien dotadas de maestros hábiles, que van formando a los muchachos para un estado correspondiente a su clase, talentos e inclinaciones.

En los seminarios para varones de nacimiento ilustre hay maestros muy doctos y respetables. El vestido y alimento de los seminaristas es sencillo. Allí les inspiran jrincipios de honor, justicia, valor, modestia, clemencia, religión y amor a la patria. Tienen criados que los visten hasta la edad de cuatro años, pero después los obligan a que se vistan ellos mismos sin exceptuar al hijo de un grande. No les permiten recreo sin la presencia de algún maestroque es el modo de evitar estas funestas impresiones de la locura y del vicio que principian tan temprano a corromper las inclinaciones de la juventud. Se consiente que el padre y la madre visiten a su hijo dos veces al año, pero cada visita no ha de pasar de una hora. Pueden besar al hijo cuando entran y cuando se despiden, y siempre con asistencia de un maestro