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a todos sus pueblos a que rompiesen los huevos nor el extremo más agudo con lo cual se prometía ser el monarca de todo el universo. Pero me dediqué a disuadirle de este designio por medio de muchas razones fundadas en política y justicia, y le protesté con resolución, que yo no sería jamás el instrumento de que se sirviese para oprimir la libertad de un pueblo franco, noble y esforzado. Cuando en el Consejo se trató de este negocio, la parte más sana fué de mi opinión.

Pero esta declaración manifiesta y bizarra era tan opuesta a las intenciones y política de Su Majestad, que ni él mismo podía perdonármela. Habló a su Consejo de un modo bastante artificioso, de donde tomaron ocasión mis encinigos ocultos para perderme. ¡Oh cuán cierto es que los servicios más importantes so obscurecen caundo no van acompañados de una ciega condescendencia a las pasiones!

Cerca de tres semanas después de mi brillante expedición, llegó una solemne embajada de Blefuscu con proposiciones de paz. Muy presto se cerró el tratado bajo condiciones ventajosísimas para el Imporio. Componían la embajada seis personajes con una comitiva de quinientas personas. Bien se puede decir que su entrada fué correspondiente a la majestad de su señor y a la importancia de la negociación.

Concluído el tratado, y hallándose informados Sus Excelencias secretamente de los buenos oficios hechos por mí a su nación, por haberles hablado de mí el emperador, me hicieron una visita de ceremonia. Entraron elogiando mi gran valor y generosidad, y me convidaron en nombre de su señor a pasar a su reino si me agradaba. Yo les di las gracias, y supliqué que me hiciesen el honor de ponerme a los pies de Su Majestad Blefuscuita, cuyas esclarecidas virtudes corrían por todo el orbe, ofreciéndoles también que iría a presentarme a su real persona.