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- cia de la descripción que le hice de mi nave, aquel valiente soldado me declaró que mi gente pirateaba: que le había atacado tres días antes y huído con un mástil roto por un cañonazo y que él había perdido su teniente en el combate. Me ofreció este empleo, que no admití so pretexto de que habiendo sido vendido tantas veces por mi tripulación, debía temer la venganza de algún oficial que creyese lo había usurpado este ascenso. Me pareció quedar convencido, obligándome a que, por lo menos, ocupase un puesto en su cuarto; y, en fin, me hizo tantos ofrecimientos que todo elogio de mi gratitud sería corto.

Durante nuestro viaje al Cabo, Withers cayó enfermo, y el mal le debilitó tanto en pocos días que desconfiamos de su curación. Yo le visitaba a menudo, porque creí deber hacerlo así. El propio me dijo que no contaba más con la vida ni la deseaba tampoco. Que confiaba haber aplacado la divina ira, mue-diante su arrepentimiento, contento de dejar el mun do, donde había tenido la desgracia de haber ofendido a su Dios con tantas culpas. Me nombró su heredero, puesto que carecía de parientes, y murió tres días después. En su baúl y en el de Sturmy encontré valor de mucha monta en barras de oro.

Llegamos al cabo de Buena Esperanza después de un viaje bastante feliz, donde descansamos dos meses. No me entretendré en su descripción, que tantos han hecho. Partimos de allí en una flota de veinte buques de distintas naciones, entre los cuales había ingleses, de quienes no hice gran caso.

A nuestro arribo a Saint-Malo quise pagar mi pasaje al capitán, pero éste lo rehusó; antes bien, se obstinó en pagarme mi chalupa. Me costó infinito hacerle tomar un diamante que encontré entre los efectos de Withers, y aun me satisfizo su valor con el alojamiento en su casa, donde me regaló magníficamente y recibí mil honras.