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habían descarnado los pájaros y los bichos. A su lado estaba una botella con su tapón de corcho y un papel al parecer escrito en francés con un pincel. En sus propios términos, era esto lo que contenía: «Si hay alguno tan desdichado que puede llegar aquí y entender este escrito, sepa que el cadáver que se halla expuesto a las injurias del aire es el de Federico Vant Nort, que, pasando a Holanda sobre el navio El Principe de Orange, fué arrojado a esta isla por una borrasca. De los restos del naufragio construyeron mis compañeros un buquecillo, con el cual volvieron al mar mientras yo dormía, sin duda por un efecto de su olvido. Al despertar, percibo el buque, pero no estaba ya al alcance de mi voz y no tenía nada que poder poner para señal. Entonces siento el peso de la mano de Dios que se agravaba sobre mi.

Confieso que este castigo era bien merecido de mis crímenes, y particularmente de la injuria que hice a la hija del gobernador de Batavia. Vuelvo a decir que si algún europeo tiene la desgracia de tocar este papel, podrá informar al fiscal de Batavia que su hijo ha muerto, y que el hambre terminó su miserable vida.»> Esta aventura funesta nos sacó las lágrimas a los ojos, reflexionando con terror sobre la inescrutable y temible Justicia Divina, que tarde o temprano castiga al delincuente que parecía tener olvidado.

Mas nuestras desdichas propias no nos permitían pensar en las ajenas. Volvimos apresuradamente a la chalupa que se conservaba todavía en buen estado, y juntos deliberamos si convendría embarcarnos de nuevo o aguardar que pasase alguna nave que nos condujese. La resolución de todos fué volver a probar fortuna, puesto que teníamos provisiones que la isla no podía darnos. Partimos, pues, de allí, y volvimos al Nordeste, esperando tocar en la costa de Africa, su-