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espesarse las nubes, y advertimos pronósticos evidentes de la tempestad que nos tomó á media noche. En tan tristes momentos nos confiamos a la Providencia, aguardando la muerte que nos parecía inevitable.

Fuimos el juguete de las olas durante muchas horas, hasta que la tempestad fué cediendo; pero el mar con.tinuaba alborotado, y el agua entraba en nuestro barco. Firmes en no perdonar fatigas por salvarnos, la echábamos fuera del modo que podíamos, y venturosamente antes de amanecer calmó el tiempo y el mar se mostró menos agitado, siendo nuestra fortuna completa cuando al salir el sol vimos la tierra al frente y que una rápida corriente nos llevaba hacia la costa, donde abordamos antes de media hora.

Lo primero que hicimos fué dar gracias al Cielo por habernos conservado. El paraje donde nos hallábamos estaba entre dos rocas llenas de concavidades de trecho en trecho. Como ignorábamos qué tierra era, escondimos lo mejor que teníamos, y yo aconsejé a Morrice por la misma razón que vistiese a su mujer de hombre porque su hermosura no la expusiese a la brutalidad de los salvajes, que no se pararían en nada por satisfacer su infernal pasión. Trepamos en seguida de roca en roca; pero reconocimos con dolor que estábamos en una isla estéril y desierta, que sólo tenía dos leguas de circuito. No obstante, nos hallamos mejor en ella que sobre el mar, y nos consoló el descubrimiento de un manantial de agua dulce, que principiaba ya a faltarnos.

Internándonos más, encontramos dispersos varios pedazos de una embarcación, que parecían tristes despojos de algún naufragio, lo cual no nos dió la idea más lisonjera de nuestra condición. A cierta distancia subimos sobre una eminencia, desde donde se descubría el resto de la isla, por ver si percibíamos otra tierra pero, en vez de lo que buscábamos, sólo encontramos un esqueleto de hombre, que verosímilmente