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Sermodas, Morrice y yo tuvimos diferentes conferencias con el gobernador de Monatamia, quien nos permitió que hiciésemos establecimientos en su territorio si nos acomodaba. Aceptaron el partido sesenta y siete de los nuestros que estaban casados, quedando sólo tres que quisiesen volver con nosotros a Europa. Después de una permanencia de tres semanas nos hicimos a la vela para Batavia, donde algunos querían detenerse y donde sabíamos bien que encontraríamos muchos con que reemplazarlos. Cedí mi cuarto a Morrice, que lo necesitaba más por razón de su mujer, y abordamos a Batavia, sin que ocurriese cosa particular en nuestra ruta.El gobernador nos recibió con mucha urbanidad y candor. Hizome repetidas súplicas para que le diese el diario completo de mi viaje, a lo que condescendi; pero con cuidado borré antes las latitudes de las plazas, porque los holandeses no creen hacer injusticia a los demás negociantes en apoderarse de su comercio ni en servirse del poder excesivo que tienen en las Indias Orientales para echarlos de sus establecimientos. Por otra parte, yo no tenía motivo para quejarme del acogimiento que nos hicieron; mas como hubiese advertido que muchos de los nuestros enriquscidos por los sevarambos iban olvidando las virtudes que habían aprendido de aquella nación inocente, fué preciso acelerar la marcha y reemplazar con marineros extranjeros una buena porción de ellos, que se había escondido por excusar la pesquisa que el gobernador me había permitido hacer de sus personas. Por fortuna, encontré un gran número de holandeses que no deseaban más que seguirme.

Sin embargo, esta diligencia retardó mi viaje algunos días, en los cuales tuve la proporción de informarme disimuladamente de la historia de la bella holandesa, que se ha leído en el capítulo precedente.

Supe que el hijo del fiscal habíase casado en Holan-