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ternecido me dió gracias por el servicio que le había hecho. Jamás vi hombre tan penetrado de un beneficio recibido, ni yo podía prometerme un regocijo tan dulce y puro como el que sentí en aquel lance.

Al día siguiente reunió el rey su Consejo para deliberar sobre la pretensión del señor Morrice. La resolución fué que Su Majestad asentiría al matrimonio, siempre que la dama sevaramba se aviniese a marchar con el esposo que había elegido. No esperaban los dos otra cosa. Inmediatamente se dispuso todo para su enlace y para el de Sermodas con la bella holandesa, que Sevaraminas mandó celebrar en el principal templo y honró con su presencia, ejecutándose la ceremonia con una magnificencia extraordinaria.

Sermodas se presentó primero con su esposa, vestido de una bata de tela de oro y ceñidas sus sienes de una guirnalda de flores. Morrice entró después con su sevaramba. Llevaba un vestido que le había re galado el rey y que sólo un rey podía llevar. Por cualquier lado que se le mirase no se veía otra cosa que oro, perlas y pedrería. Las dos desposadas no iban menos brillantes: llevaban vestidos de tela de plata bordada, de perlas, e iban coronadas de flores, según costumbre inmemorial de los sevarambos. Pero todavía las adornaban más su hermosura y su inocencia.

No creí hallar tanta gracia en la dama holandesa. El júbilo y el amor habían reanimado sus miradas y dado nueva vivacidad a su color; de suerte que no me pareció inferior en hermosura a ninguna de las sevarambas. Todos la colmaban de alabanzas y bendiciones cuando iban atravesando el templo.

Acabada la ceremonia, que fué semejante a la que hablamos visto entre los sporundanos, volvimos a palacio, adonde Sermodas había mandado que nos sirviesen una comida espléndida. Al dejar la mesa, el rey me hizo la honra de conversar conmigo y le re-