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banquillos, de tres pies de alto cada uno, y bastantemente fuertes para poder resistir el peso de mi cuerpo. Repitióse el bando a fin de avisar al pueblo, y tomando mis banquillos volví a atravesar la misma calle hasta llegar al palacio. Subí encima del uno, pasé el otro a la primera plazuela que tenía ocho pies de latitud, fijé en él el pie derecho, después el izquierdo, y, tirando del tercer banquillo con un garfio dispuesto a prevención, le descolgué al patio interior, por cuyo medio logré introducirme hasta allí, pasando de uno en otro. Me acosté de lado sobre el suelo y aplicando la cara a todas las ventanas del primer piso, que con este fin habían dejado abiertas, vi las habitaciones más magníficas que puedo imaginarse. También vi a la emperatriz y a las infantitas en sus respectivos cuartos, rodeadas de su servidumbre. Su Majestad Ilustrísima tuvo la bondad do honrarme con una sonrisa muy graciosa, y me dió a besar su mano por la ventana.

No pienso referir aquí minuciosamente las curiosidades que encierra aquel palacio; las reservo para otra obra mayor que está para imprimirse, y conprende la descripción general de aquel imperio desde su primera fundación; la historia de sus emperadores en una dilatada sucesión de siglos observaciones acerca de sus guerras; su política, sus leyes, literatura, y religión del país; plantas y animales que allí se encuentran: usos y costumbres de los habitantes, con otras muchas materias prodigiosamente curiosas, y excesivamente útiles. Mi objeto por ahora no es más que referir cuanto me sucedió en cerca de nueve meses que residi en aquel maravilloso imperio.

Quince días después de haber conseguido mi libertad, Reldresal, secretario de Estado con destino al departamento de los negocios particulares, se presentó en mi casa con un solo criado, habiendo dejado su coche a cierta distancia donde mandó que le espe-