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rigor. Salió desterrado por Su Majestad a la isla de los Trapacistas, como indigno de vivir en una nación de la virtud de los sevarambos después de haber dedicado su ministerio a la defensa del crimen.

Restaba sólo ver la condenación de Suriamnas, que se esperaba con impaciencia. El rey le abandonó a la venganza del pueblo ofendido. Fué azotado cruelmente por las calles de la ciudad y después sumergido en una cuba de miel, de donde lo llevaron al campo para exponerle, atado en una alta columna, al hambre de los insectos, que en dos días le devoraron. Pero el furor de los ciudadanos se extendió basta sus huesos, reduciéndolos a cenizas y arrojándolas al mar, para que no quedase en el país ni vestigio de aquel hombre perverso. De esta manera concluyó la escena.

En los siguientes días Sevaraminas consagró sus desvelos a la reforma de los abusos introducidos por el gobernador, y nombró a Surcolis, su hijo, para sucederle. Este joven no pudo contener las lágrimas cuando se vió en un tribunal donde su padre se babía sentado pocos días antes. No porque hubiese tenido parte en sus delitos ni detestádolos menos que los demás: al contrario, había sido el único que había tenido la resolución de reprenderlos, y jamás se vió hijo menos parecido a su padre. Pero la Naturaleza quiso echar el resto en aquel triste instante.

El rey le habló en estos términos : -Surcolis, tú has visto con tus propios ojos de qué manera un príncipe justamente irritado hace castigar a un vasallo que le sirve mal, y sin duda, este ejemplo terrible no se apartará nunca de tu memoria. El crimen de tu padre hubiera justificado la extinción de tu familia, mas yo no permitiré en mis días que el inocente padezca por el culpado. Cuento sobre los principios de la virtud, arraigados en tu alma, con que estarás tan pronto a ejecutar el bien co-