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Por la tarde, luego que llegamos, me preguntó i el rey aparte qué penas dictaban en Europa las leyes contra los reos de un delito semejante. Di razón de nuestros procedimientos, y pareció quedar satisfecho.

Entonces añadí que si la justicia entre nosotros era ciega, en recompensa estaba dotada de un tacto muy fino que padecía frecuentemente sus indisposiciones, y para curarla no había mejor remedio que un cierto cordial, cuya virtud maligna la hacía a veces hablar hasta contra su propia idea. Sevaraminas no comprendió la alegoría, siendo una figura desconoci da de los sevarambos, gracias a la inocente simplicidad de sus costumbres. Me expliqué, pues, en términos sencillos, y añadi que sin embargo teníamos ministros de justicia que aborrecían estos detestables medios, lo cual oyó con más gusto.

Al siguiente día volvió temprano a Timpiano, y subió a un tribunal que había levantado con este fin en medio de la plaza principal. Al instante se vió rodeado de un sinnúmero de ciudadanos que acudían a acusar al gobernador, probando contra él crímenes cuya atrocidad hubiera irritado a los jueces más indolentes. Fué conducido a la presencia del príncipe.

Estaba pálido, abatido, aniquilado; y en sus ojos se veían los remordimientos de su conciencia con el temor del suplicio. No pudiendo alegar nada en su defensa, yo esperaba desde luego una sentencia digna de la justicia de los sevarambos, cuando Sermodas me dijo que la prueba no era suficiente.

Sin duda me preguntarán los que lean estos viajes qué especie de gentes son los sevarambos, a quienes no bastan unas delaciones demostradas por el silencio mismo del acusado para su condenación. Confieso que yo mismo hice esta reconvención a Sermodas; pero vi bien pronto en qué consistía que no le enviasen corriendo al suplicio. Un abogado se adelanta para alegar en favor de Suriamnas. Expone que