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ca muy grande que se había aposentado sobre la mesa enfrente de Sevaraminas y le miraba cara a cara con una desvergüenza increíble.

Todos nos admiramos a medida que Su Majestad manifestaba su sorpresa del atrevimiento del animal, y mandó echarla fuera. Pero la rata, que hablaba por virtud de un talismán, respondió que no se movería de su puesto mientras que no hubiese satisfecho su apetito a costa del que había de ser su señor.

Entonces conocimos claramente que era obra de algún filósofo. El rey hizo varias preguntas a aquel maravilloso animal, que respondió a todas en términos acordes y breves, los cuales pudo comprender muy bien porque eran de los más usados, y ya sabía yo un poco de sevarambo. La rata familiar principió a probar de todos los platos, hasta que se fijó en el de Sevaraminas. Por último, el príncipe tuvo por conveniente decir: --Honrada rata, ruégote que te vayas.

--Vuestra compañía me complace demasiado para que me apresure a obedeceros-respondió clla;-además, que el reino tiene sobrado con qué mantenernos a los dos.

En seguida cayó la conversación sobre diferentes objetos y la rata se divirtió a costa de algunos de los espectadores, censurando sus defectos con más juicio que destreza. Pero, fuera de esto, aquellos diálogos no me dieron el mayor gusto, porque no hallé en en ellos estos rodeos finos, inherentes y envueltos de artificio, que en Europa saben dar a una chanza por un estilo picante para que agrade. En efecto, ZidiParabas me confesó que los sevarambos no tenian dos términos en su lengua que pudiesen significar una misma cosa, y que las palabras equívocas eran desconocidas entre ellos, de suerte que la verdad salía siempre de su boca con la misma simplicidad que había sido concebida en su ánimo; añadiendo que por esta