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Esto supuesto, nos mandó volver a montar en nuestros camellos, y en menos de una hora llegamos a Magnandi, ciudad, situada dos leguas al Sud de la capital. Allí nos esperaban diferentes filósofos, habiendo inventado cada uno por su parte nuevas maravillas con que divertir a Sevaraminas, según la orden que les había enviado a prevención. Uno de ellos tomo una mosca a nuestra presencia, la cual se fué hinchando poco a poco, hasta que se puso como un camello de los que llevábamos. El sabio montó sobre esta criatura de su arte (si puedo explicarme así), lo hizo dar mil vueltas y caracolear; la mandó tomar paso, y, en una palabra, por su ciencia consiguió de ella cuanto el mejor jinete hubiera podido exigir de un verdadero camello.

A este prodigio siguió muy en breve otro. El segundo filósofo convirtió una pulga en un camello semejante al que llevaba el rey, que era el único blanco que había entre todos. Por el pronto, a pesar de la alta idea que tenía de la virtud de los sevarambos, no pude menos de mirar a aquellos dos hombres como mágicos versados en la negra ciencia de mandar a los demonios. Sermodas adivinó luego mi pensamiento por mi suspensión, y me dijo: -Señor, advierto que no conocéis bien a nuestros sabios. La ciencia, el talento y la virtud son aquí cualidades inseparables, y que se producen la una a la otra; sabed, pues, que estos filósofos no se distinguen menos del común de las gentes por su probidad que por su arte. Aun se puede decir que es una prueba el verles ejecutar prodigios, pues los demás sabios les quitarían bien pronto el poder si faltasen en lo más mínimo a los deberes de un hombre honrado, persuadidos de que la ciencia en los malos es como una espada en las manos de un loco.

En estos intermedios, apareció otro filósofo que levantó en el aire una estatua de mujer que llevaba,