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buen pariente Suffurali, hombre que caminó siempre por las sendas de la virtud y del honor y que jamás dejó de asistir a los ejercicios de religión en este venerable y sagrado templo. Te suplicamos, pues, que pueda descansar con estos ilustres muertos, que fueron lo que somos y que son lo que esperamos ser otro día.

Luego que acabó de hablar, Ziribabdas le hizo varias preguntas acerca de las costumbres y conducta del difunto, de que quedó satisfecho por sus respuestas; y en su virtud pusieron el cuerpo sobre una mesa de porfido, colocada en medio del templo.

En seguida entramos con el cuerpo en el sepulcro o bóveda, de una extensión que se pierde de vista, donde ardían constantemente diez mil lámparas de oro. Desde allí nos condujeron al panteón de los reyes, y en él nos detuvimos muchas horas, considerando con admiración los cuerpos y epitafios de aquellos grandes príncipes. Como se habían ensalzado tanto sobre sus vasallos por su virtud como por su dignidad, la nación no había omitido nada para dar en cierta manera a sus cadáveres cuanto se habia debido a sus grandes prendas, sembrando de pedreria con profusión los vestidos talares que los cubrían.

Al salir de aquel suntuoso edificio, nos enseñaron el teatro de las rarezas, excesivo a cuanto se puede decir e imaginar. Entre otras admiré talismanes que no hay maravilla que no ofrezcan, sabiéndose servir de estas piedras milagrosas como se debe; y habiéndome referido Ziribabdas muchos casos particulares, quise ver algunas experiencias por mis propios ojos.

Aquel venerable sacerdote me llevó a casa de un sabio, que encontramos engolfado en su gabinete en medio de diversos instrumentos matemáticos y un círculo de libros. Mas, cou todo, se levantó al instante con una política extraordinaria: me saludó en griego con semblante risueño: me tomó de la mano y