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bulosa, faltándome términos para expresar la magnificencia do cuanto vi; y aun la imaginación de los que leerán mi libro no se la representaría sino de una manera débil e imperfecta.

- Al regreso encontramos al rey, que venía de cazar, pero muy distintamente de como se practica en Europa. Para las fiebres, conejos y bestias del mionte, tienen zorras domesticadas, de una ligereza tal, quo la de nuestros perros no tiene comparación con ella, y para las reses usan de Icopardos domésticos también en lugar de alanos.

No está en esto sólo su diferente modo de cazar al nuestro. Cuando el rey quiere tomar esta diversión y el montero mayor tiene ya prevenida una suficiente recova de leopardos, sueltan un oso o un león, o cualquiera otra hiera que ha escogido, en un espacioso parque que está a una legua del palacio.

Desde el instante que los leopardos descubren la oreja, la cosa es hecha, nada puede detener su impetu: uno le acomete por un lado, otro por otro, hasta que le cercan, y aunque mira a salvarse con la huida, viene a ser la víctima de su furor. Pero esta diversión no es más que para el soberano y la grandeza, que están montados en mulas con aderezos de pedrería y oro.

El príncipe entró en su palacio seguido de una turba de señores y oficiales de su casa, los cuales nos cumplimentaron en latin, en francés, en español o italiano, según la lengua que entendía aquel con quien encontraban. Nos introdujeron en una sala de trescientos pies de largo, donde nos esperaba una comida espléndida. En el fondo de la sala estaban los reyes, los tres príncipes sus hijos, y seis de las princesas reales, sentados a la mesa debajo de un rico dosel; Zidi-Parabas, Sermodas y diferentes personajes se colocaron conmigo en otra. Ia conversación cayó muy pronto sobre los placeres de Europa. Dije que