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pectadores, llevados por la curiosidad de ver un extranjero, lo cual es muy raro en aquella capital. No dábamos paso que no fuesc para nuestra mayor admiración y encanto. La magnificencia de los edificios, la hermosura de los habitantes, la riqueza de sus vestidos, todo excedía a cuanto podíamos haber imaginado. Cualquiera hubiera dicho que las ciencias y artes habían tenido su origen en los sevarambos, avergonzándome de ver que aquel pueblo nos llevase tantas ventajas en esto como en su inocencia y hermosura.

Pero el extremo de nuestro asombro fué al llegar al palacio del rey. El está edificado sobre una eminencia, y cercado de un río que se pasa por su puente levadizo de plata maciza, suspendido de cadenas de oro. En seguida se encuentran tres murallas, cuyo primor es superior a mis expresiones. Los materiales de la última están unidos con cierta argamasa mezclada con granos de oro y plata, de manera que no hay ojos que puedan sufrir su resplandor cuando el sol da en ellos. Separan las tres murallas otros tantos espaciosos patios con calles de árboles, en que han elevado toda suerte de estatuas de pueblos y animales, trabajadas por los mejores escultores; y en medio del último patio está el palacio.

Su figura es redonda, cuatro galerías se extienden alrededor de él con igual número de puertas que se corresponden las unas con las otras.

- Allí encontramos al rey sentado en un trono guarnecido de infinidad de piedras preciosas, que formaban un sol, cuya brillantez nos deslumbró. Se sube a él por seis gradas y en cada una se presentan dos leones de pórfido: sus ojos son dos gruesos zafiros, que parecen rodar en sus cabezas cuando los miran.

Luego que llegamos a cuatro pies de aquel suntuoso asiento, doce señores, que iban delante, se repartieron en dos filas y en medio de ellos nos arrodillamos, según nos habían instruído, y bajamos la cabeza bas-