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Entretanto, íbamos acercándonos poco a poco a Sevarinda, y a cada paso se presentaba un nuevo motivo de admiración. El oro brilla por todos lados en los muebles y edificios de los sevarambos, como la pedrería y las perlas, que no son mucho menos comunes, y que algunas veces envían fuera por complacer a los sporundanos, quienes les han enseñado que para viajar con aplauso por nuestro mundo es preciso llevar de estas credenciales, sin las cuales nuestros codiciosos señorones les harían una acogida fría y poco grata. No con otras miras han venido a Europa y al Asia estas perlas y diamantes, cuya hermosura con razón es tan exagerada; pero no la hay para creer que han salido de las minas de nuestro imundo.

Lo que yo puedo asegurar es que nuestros comerciantes nos traerían muchas más riquezas, sin comparación, que las que los españoles han podido encontrar en la América, si les fuese permitido o posible el pasar a negociar con los sevarambos.

Otra cosa que también me encantaba era la humanidad de los sevarambos, humanidad sin ejemplo en nuestras historias, aunque subamos hasta los priincros siglos del mundo. Tiene uno un mueble que le agrada a otro, en el instante hacen un cambio en que quedan ambos contentos; y cuando no tiene con qué pagarlo, no hay que temer denegación: el placer que su vecino siente en tenerle agradecido sirve de equivalente, y no se exige más. Esta ternura de los sevarambos para con el prójimo es la causa de que se ignore entre ellos lo que es pobreza, y de aquí proviene también su hospitalidad, como nosotros mismos experimentamos desde el primer día. En efecto, diez de los principales de una ciudad salieron a recibirnos, disputándose el placer de regalarnos a porfía, tanto que Sermodas, por no dejar a ninguno descontento, dividió nuestra gente en diez partes iguales, y no hu-